"(...) se tanteó distraído para buscar cigarillos y encendió uno. Podía enumerar lo que no le importaba: fumar, comer, abrigarse, el respeto ajeno, el futuro. (...)
Ésta es la desgracia – pensó –, no la mala suerte que llega, insiste, infiel y se va, sino la desgracia, vieja, fría, verdosa. No es que venga y se quede, es una cosa distinta, nada tiene que ver con los sucesos, aunque los use para mostrarse; la desgracia está, a veces. Y esta vez está, no sé desde cuándo; anduve dando vueltas para no enterarme, la ayudé a engordar con el sueño de la Gerencia General, de los treinta millones (...). Y ahora, cualquier cosa que haga serviría para que se me pegue con más fuerza. Lo único que queda para hacer es precisamente eso: cualquier cosa, hacer una cosa detrás de otra, sin interés, sin sentido, como si otro (o mejor otros, un amo para cada acto) le pagara a uno para hacerlas y uno se limitara a cumplir en la mejor forma posible, despreocupado del resultado final de lo que hace. Una cosa y otra y otra cosa, ajenas, sin que importe que salgan bien o mal, sin que importe qué quieren decir. Siempre fue así; cuando la desgracia se entera de que es inútil, empieza a secarse, se desprende y cae."
(...) Larsen sintió el espanto de la lucidez. Fuera de la farsa que había aceptado literalmente como un empleo, na había más que el invierno, la vejez, el no tener dónde ir, la misma posibilidad de la muerte.
(...) No volvían de un lugar determinado, según sus ojos; volvían de haber estado en ninguna parte, en una soledad absoluta y engañosamente poblada por símbolos: la ambición, la seguridad, el tiempo, el poder.
Juan Carlos Onetti (1909-1994). El astillero (1961). Barcelona: Seix Barral, 2009, p. 85; 86; 99; 115
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