Me separé de mi segunda mujer, Corinne, treinta y seis años, francesa nacida en Lille, empleada de Seguros Mapfre, agencia Place de Clichy, después de un bochornoso episodio que no sé si me atreva a contar. En fin, haré un esfuerzo. Un día regresé a la casa antes de la hora habitual, pues por una extraña huelga del sindicato de limpiadores, el club de ajedrez del barrio XIV, en el que juego dos tardes por semana, estaba cerrado. Así que llegué, dejé los zapatos en la entrada para no rayar el parquet (exigencia de Corinne) y me serví un vaso de leche descremada para acompañarla con galletas dulces de bajo contenido calórico.
Con el vaso en la mano caminé hacia el estudio, atraído por la música, esperando ver qué hacía Corinne, queriendo sorprenderla o las dos cosas, y al mirar por la puerta entreabierta la vi de espaldas. Pero no me atreví a saludarla, pues noté que estaba en una posición extraña. Curioso. Entonces empujé un poco la puerta y vi el computador encendido. ¿Qué hacía? Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y tenía el calzón a la mitad del muslo, con los audífonos puestos. Me acerqué por detrás, dispuesto a darle un golpecito pícaro en el hombro y decirle: "Aquí me tienes, cariño, ¡estoy listo!", cuando vi entre sus piernas una de esas cámaras que se conectan a los computadores. En un acto reflejo levanté la vista y observé la pantalla, cosa que hasta ahora no había hecho, y por poco pego un grito, pues en el cuadrado central había una horrible verga negra de venas hinchadas, y por supuesto una mano que la acariciaba. Una mano, por cierto, con los dedos cubiertos de anillos. Al lado estaban las últimas frases que intercambiaron por escrito antes de bajarse los pantalones y pasar a los micrófonos, y allí, para mi vergüenza, leí de reojo lo siguiente: "Quiero esa verga caliente en mi boca, pisotéame, sodomízame." Sentí una oleada de rabia, pero en ese instante la escuché suspirar, a pesar de los auriculares, era increíble que no notara mi presencia. Se estaba empezando a venir, así que retrocedí. Luego gritó algo que no alcancé a escuchar y, en ese preciso instante, terminó el disco, que para el detalle era El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Desconcertado salí de la casa, volví a entrar como si nada y caminé silbando por el corredor. «Corinne, chérie, ¿estás en la casa?» Ella saludó desde el estudio, "¡Aquí estoy, amor! En un momento vengo a saludarte." Yo grité desde la cocina que no había podido jugar al ajedrez porque había huelga de limpiadores, y ella, desde adentro, respondió que lástima, pero que mejor así, pues eso nos permitiría cenar más temprano y ver algunas de las películas de video que habíamos alquilado en Blockbuster. Luego agregó: "Espera salgo de Internet, estoy loca con la investigación ésta sobre las legislaciones de pólizas en Europa." Corinne, ya lo dije, era agente de seguros.
Al verla acercarse me derrumbé; por ello debí hacer un esfuerzo sobrehumano que, dicho sea de paso, hizo arder mi úlcera para mostrarme civilizado, cauto, parisino.
Santiago Gamboa (escritor colombiano), Los Impostores
Con el vaso en la mano caminé hacia el estudio, atraído por la música, esperando ver qué hacía Corinne, queriendo sorprenderla o las dos cosas, y al mirar por la puerta entreabierta la vi de espaldas. Pero no me atreví a saludarla, pues noté que estaba en una posición extraña. Curioso. Entonces empujé un poco la puerta y vi el computador encendido. ¿Qué hacía? Se había bajado los pantalones hasta las rodillas y tenía el calzón a la mitad del muslo, con los audífonos puestos. Me acerqué por detrás, dispuesto a darle un golpecito pícaro en el hombro y decirle: "Aquí me tienes, cariño, ¡estoy listo!", cuando vi entre sus piernas una de esas cámaras que se conectan a los computadores. En un acto reflejo levanté la vista y observé la pantalla, cosa que hasta ahora no había hecho, y por poco pego un grito, pues en el cuadrado central había una horrible verga negra de venas hinchadas, y por supuesto una mano que la acariciaba. Una mano, por cierto, con los dedos cubiertos de anillos. Al lado estaban las últimas frases que intercambiaron por escrito antes de bajarse los pantalones y pasar a los micrófonos, y allí, para mi vergüenza, leí de reojo lo siguiente: "Quiero esa verga caliente en mi boca, pisotéame, sodomízame." Sentí una oleada de rabia, pero en ese instante la escuché suspirar, a pesar de los auriculares, era increíble que no notara mi presencia. Se estaba empezando a venir, así que retrocedí. Luego gritó algo que no alcancé a escuchar y, en ese preciso instante, terminó el disco, que para el detalle era El sombrero de tres picos, de Manuel de Falla.
Desconcertado salí de la casa, volví a entrar como si nada y caminé silbando por el corredor. «Corinne, chérie, ¿estás en la casa?» Ella saludó desde el estudio, "¡Aquí estoy, amor! En un momento vengo a saludarte." Yo grité desde la cocina que no había podido jugar al ajedrez porque había huelga de limpiadores, y ella, desde adentro, respondió que lástima, pero que mejor así, pues eso nos permitiría cenar más temprano y ver algunas de las películas de video que habíamos alquilado en Blockbuster. Luego agregó: "Espera salgo de Internet, estoy loca con la investigación ésta sobre las legislaciones de pólizas en Europa." Corinne, ya lo dije, era agente de seguros.
Al verla acercarse me derrumbé; por ello debí hacer un esfuerzo sobrehumano que, dicho sea de paso, hizo arder mi úlcera para mostrarme civilizado, cauto, parisino.
Santiago Gamboa (escritor colombiano), Los Impostores
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