Cuando Jacinto y yo nos separamos a mí me dio por la poesía. Me puse a leer y a escribir poesía como si eso fuera lo más importante. Antes ya escribía algunos poemitas y creía que leía mucho, pero cuando él se fue me puse a leer y a escribir en serio. El tiempo, que no me sobraba, lo sacaba de donde podía.
Por aquel entonces yo ya había conseguido mi chambita de cajera de un Gigante, gracias que a mi papá habló con un amigo que tenía un amigo que era el encargado del Gigante de la colonia San Rafael. Y María trabajaba de secretaria en una de las oficinas del INBA. Por el día Franz iba a la escuela y me lo iba a buscar una muchachita de quince años que así se ganaba sus pesos y que después me lo llevaba a un parque o lo tenía en casa hasta que yo llegaba del trabajo. Por las noches, después de cenar, María bajaba a mi casa o yo subía y me ponía a leerle los poemas que había escrito aquel día, en el Gigante o mientras se calentava la cena de Franz o la noche anterior, mientras miraba a Franz dormir. La televisión, una mala costumbre que tenía cuando vivía con Jacinto, ya casi sólo la ponía cuando había una noticia bomba y quería enterarme, y ni eso. Lo que hacía, como digo, era sentarme a la mesa, que había cambiado de sitio y ahora estaba junto a la ventana, y ponerme a leer y a escribir poemas hasta que se me cerraban los ojos de tanto sueño. Llegué a corregir mis poemas hasta diez o quince veces. Cuando veía a Jacinto, se los leía y él me daba su opinión, pero mi lectora de verdad era María. Finalmente pasaba mis poemas a máquina y los guardaba en una carpeta que iba creciendo día tras día, ante mi satisfacción y contento, pues aquello era como la materialización de que mi lucha no era en vano.
Roberto Bolaño, Los detectives salvages (1998), Anagrama, p. 362
Roberto Bolaño, Los detectives salvages (1998), Anagrama, p. 362
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