quarta-feira, 3 de outubro de 2012

Los detectives salvajes



Cuando Jacinto y yo nos separamos a mí me dio por la poesía. Me puse a leer y a escribir poesía como si eso fuera lo más importante. Antes ya escribía algunos poemitas y creía que leía mucho, pero cuando él se fue me puse a leer y a escribir en serio. El tiempo, que no me sobraba, lo sacaba de donde podía.

Por aquel entonces yo ya había conseguido mi chambita de cajera de un Gigante, gracias que a mi papá habló con un amigo que tenía un amigo que era el encargado del Gigante de la colonia San Rafael. Y María trabajaba de secretaria en una de las oficinas del INBA. Por el día Franz iba a la escuela y me lo iba a buscar una muchachita de quince años que así se ganaba sus pesos y que después me lo llevaba a un parque o lo tenía en casa hasta que yo llegaba del trabajo. Por las noches, después de cenar, María bajaba a mi casa o yo subía y me ponía a leerle los poemas que había escrito aquel día, en el Gigante o mientras se calentava la cena de Franz o la noche anterior, mientras miraba a Franz dormir. La televisión, una mala costumbre que tenía cuando vivía con Jacinto, ya casi sólo la ponía cuando había una noticia bomba y quería enterarme, y ni eso. Lo que hacía, como digo, era sentarme a la mesa, que había cambiado de sitio y ahora estaba junto a la ventana,  y ponerme a leer y a escribir poemas hasta que se me cerraban los ojos de tanto sueño. Llegué a corregir mis poemas hasta diez o quince veces. Cuando veía a Jacinto, se los leía y él me daba su opinión, pero mi lectora de verdad era María. Finalmente pasaba mis poemas a máquina y los guardaba en una carpeta que iba creciendo día tras día, ante mi satisfacción y contento, pues aquello era como la materialización de que mi lucha no era en vano.

Roberto Bolaño, Los detectives salvages (1998), Anagrama, p. 362

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